La reactivación tras la pandemia ha agravado el deterioro progresivo del planeta. Los confinamientos masivos a consecuencia del COVID-19 fueron un ‘balón de oxígeno’, pero la vuelta a la normalidad y el deseo de recuperar los niveles económicos prepandémicos ponen sobre la mesa la urgencia de tomar medidas que pongan freno y reviertan el daño ocasionado.
El 2020 fue el año en el que un virus desconocido ponía en alerta al mundo. Sin olvidar el elevado coste en vidas que se ha cobrado y el claro retroceso que ha provocado en las economías occidentales, el COVID-19 ha sido la oportunidad para repensar que hay una alternativa para seguir avanzado en el desarrollo y el bienestar, sin ‘acabar’ con el planeta. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), la economía española emitió 274,6 millones de toneladas de gases de efecto invernadero en 2020. Esto significa un 15,6% menos que en el año anterior. La dimensión a escala global podría situarse en torno al 17%. En 2021, con una economía española a medio gas, las emisiones ya mostraron una tendencia alcista- un 4% más-, por lo que todo parece indicar que el efecto rebote en 2022 y 2023 será todavía más acusado cuando el sector servicios esté a pleno rendimiento.
Los confinamientos y la digitalización acelerada de la economía, fruto de ese cierre de actividad no esencial, ha sido una gran oportunidad para migrar de un modelo de producción y consumo lineal, basado en el uso intensivo de los recursos, a uno circular, que promueva la reutilización, la reparación y el reciclaje de los materiales y productos existentes en toda la cadena de valor, para aumentar la resiliencia frente a la urgencia climática.